HEBRÓN
Amina tiene diez años y nunca ha salido de Hebrón.
Va al colegio con cien niñas que jamás han salido de Hebrón.
Sabe que existen otras ciudades, allí, al lado,
y el pueblo donde nació su padre,
un lugar con higueras y cabras y nísperos y acequias.
Amina y sus amigas han inventado un juego,
el autobús, lo llaman.
Se sientan de dos en dos, muy serias, en el suelo,
e imaginan el viaje de ese día.
Hoy vamos a Ramala, dice Amina, y paga su billete.
Desde la ventanilla, miran pasar las casas,
las ventanas tapiadas, las ventanas abiertas,
las calles del mercado, la mezquita, las plazas, el barrio restaurado…
Llegamos al control, dice otra niña,
y todas se colocan formales en su asiento.
Hoy hay soldados buenos -deciden las mayores-,
enseñan sus papeles y pasan la barrera.
¡Ya estamos en el campo!
¡Mirad, melocotones!
¡Y gallinas!
¡Nos adelanta un coche! ¡Adiós!
Ahora un pueblo grande y luego otro pequeño,
una montaña, otra ciudad, otro control,
otro amable soldado,
y más tarde una playa como las de televisión,
con barcos y con olas
-¿a qué olerán las olas de verdad?-,
un rascacielos, un hotel, un palacio, una cigüeña,
una avenida bordeada de palmeras.
Luego bajan del coche y toman un helado
sentadas en un burger,
se compran una Barbie y juegan en un cibercafé,
llaman a sus hermanas desde un móvil plateado
para contarles que el mundo es grande, rico, hermoso,
que hay calles sin barreras, sin ejércitos, sin miedo…
Pero ha sonado el timbre y el recreo ha acabado.
Amina y sus amigas regresan a la clase,
al colegio de la ciudad de la que nunca han salido,
a la ciudad del país que no existe
y por el que no pueden viajar.
(De la serie Cisjordania Santa)