LA EXTRAVIADA
Tu voz me conmovió desde el principio,
cuando apenas tu idioma conocía
y llenabas con nuevos evangelios
la bóveda del alma.
Aquellos cantos mágicos tan tuyos
sonaban como música traída
de un reino prodigioso, como rezos
que buscaban un dios
escondido entre pétalos de rosa.
Juré tomar tus hábitos y anduve,
descalzo y penitente,
en mi humilde labor de escribanía.
Yo quería imitarte: por las noches
me sentaba a tu lado y de mi pecho
se escapaban también aves azules.
Eras tan especial, tan poderosa,
que pronto decidí afrontar contigo
los momentos de duda, los reveses
del amor y la vida, circundados
de encierro y soledad. Yo te llamaba
espadas como labios, la voz a ti debida,
canción desesperada y otros nombres
preciosos como esos.
Mas algo en mí cambió y en veinte años
dejé de convocarte y me entretuve
montando otros caballos de batalla.
Olvidé la ternura de tus brazos
y también su desnuda fortaleza.
¿Fui yo quien te perdí? Nadie te huye
si no le das la espalda, si no cesas
de decirle al oído esas verdades
que sólo tú conoces.
Qué larga fue la noche de tu ausencia,
qué enferma de silencio.
Hoy has vuelto, tan honda y luminosa
como yo te recuerdo, sin dejarme
ni entonar un reproche.
Y el verso que derramas en mi frente,
hecho de luz cantada y viento dulce,
renueva mi bautismo con su lluvia
de benditas palabras.
(Del libro La velocidad del sueño)