Vicente Gallego

Vicente Gallego
CANTO XLVIII

 

 

¿Qué habrá más delicado que morir?

 

No se molesta a nadie para eso,

nadie se va o se queda, y todo brilla

al final por su ausencia meridiana.

 

Unos detrás de otros,

qué paso delicado de gorriones

dimos al borde mismo

de nunca habernos dado un mal alcance.

 

Toda luz, olvidada de sus muertos,

abre su corazón la madre muerte.

 

Estaba en esas Juan

de Yepes, un hombre

de saberse estas cosas en la pura

pobreza de la vista.

 

«¿Qué hora es?», preguntó.

 

«No son las doce aún», le respondieron.

 

«No llegarán a serlas y estaré

cantando ya maitines en la gloria

del Señor de mi amor».

 

Lo lloraban los frailes aún presente.

 

Tomaron el breviario,

le quisieron leer

la recomendación del alma.

 

Él los puso en lo cierto:

«Déjenlo, por amor

de Dios y aquiétense. Dígame, padre,

de los Cantares sólo,

que eso no es menester».

 

Oía de la boca de un amigo

aquel cantar de amores que él hiciese

crecerse con el suyo, y ya iba queda,

quedándose la hora sosegada.

 

Pasó por Juan la muerte;

dijo él a su paso: «¡Qué preciosas

margaritas!», y allí

se abrió el claustro a los montes,

quedó la muerte lúcida de sol.

 

No habiendo menester en su morir,

qué delicadamente vio

en su muerte sus flores Juan de Yepes.

 

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